domingo, 22 de marzo de 2009

El Mirador de la selva

Hemos inventado nuestro propio sol, al que alimentamos con nuestros pecados.

  México de noche es una ciudad luminosa, iluminada con su propia luz, una luz artificial.
       La Avenida de los Insurgentes, Reforma, las tristes calles del Centro, que con sus resplandecientes anuncios, sus luces neón, el flujo interminable de autos que cortan a su paso el silencio y se pierden en la distancia, nos acompañan cuando deambulamos solitarios.
       Sus altos y modernos edificios que se codean apretujadamente con palacios, caseríos antiguos y coloniales, convertidos hoy en bancos, comercios y hoteles suntuosos, son de día hervidero de gente, de noche se transforman en fantasmas gigantes que cobijan con sus sombras a sus visitantes.
       El ruido de los autos, de los claxons y el congestionamiento nocturno, sólo se acentúa en algunas partes de la ciudad, son los morbosos e indecisos que rondan los tugurios, bares y prostitutas, esperan la noche lúdica y la oscuridad que los cubra y les permita sincerarse un poco, reconciliándose así, con su parte oscura y reprimida por el día.
       En la puerta de un antro echan a un ebrio, prodiga blasfemias y balbuceos incoherentes que provocan a otros que apenas entran, camina tambaleándose y se pierde a la vuelta de la esquina. Quienes entran a un antro siempre salen así, en el mejor de los casos.
       Fernanda en su trabajo prefería llamarse Shakira, que “por precaución”. Tenía casi veinte años y de su juventud brotaba la vida y el impulso desmedido de la aventura. La primera vez que se desvistió en público dejó ver por un instante su torso desnudo. Sus firmes senos mostraban todavía una virginidad apenas mancillada, que se iría borrando rápidamente y ella sólo ya muy tarde y envejecida lo notaría.

       Roxana, Ángeles, Brenda y Susan, ésta última sin duda la más apetecible de ellas, habían pasado ya esa experiencia y a estas alturas se desvestían con tanta naturalidad frente a los hombres que reían complacidas. Cualquier rasgo virginal en ellas se había ya esfumado. Los hombres las contemplaban, las manoseaban, las deseaban a todas y les lanzaban frases picosas. Ellas se sonrojaban, bajaban la mirada, eran pacientes y esperarían, ya se las cobrarían todas juntas.
       Eran mujeres jóvenes y hermosas, las había por cientos en la ciudad, muchas eran madres solteras o que habían quedado prematuramente viudas y necesitadas, veían en esto una manera cómoda de conseguir dinero rápido. Otras habían caído en manos de lacras y gañanes. Otras no recordaban ya cómo ni por qué estaban ahí. En fin, había tantas historias al respecto como chicas. Lo que sí era cierto es que la misma ciudad las habían engendrado, la misma civilización y los siglos las habían arrojado ahí. Ellas se ofrecían, se vendían prematuramente y sin escrúpulos al mejor postor como todo y todos en este mundo: “por un beso tanto”, “por una caricia tanto” y, “por una sonrisa: por eso un poco más”.
       Las mujeres y los hombres se compartían la bebida y así mismos, ellos con su dinero y ellas con su cuerpo. Se codeaban, se empiernaban y caldeaban sus carnes sentados en torno a pequeñas mesas bien dispuestas con todos los enseres de la parranda y la francachela quincenal. Botellas de vino, de refresco de cola y agua mineral, charolas con hielos que adormecían más eficaz y rápido que el mismo vino o el cansancio, ceniceros con colillas y cigarros encendidos. Ellas y ellos representaban a todas las mujeres y hombres de la historia; y ese momento oscuro, lujuriante, repetido, al acto entero de la humanidad que ha depositado todas sus fuerzas y energías en evitar copular copulando. Todos en la mesa escuchaban todo de todos, pero no entendían nada, además del ruido infernal de la música, todos estaban ensimismados en sus propios y escandalosos deseos que hacían eco en sus cabezas, cada quién quería sacar la mejor ventaja de esta ocasión. Esto no era un día de campo: era la noche en una selva llena de reclamos de amor.

       Fernanda no comprendía mucho de lo que ahí se decía y no necesitaba comprender nada. Ella era una mujer y estaba por encima de la comprensión. Sin embargo fingía estar interesada y con muecas contestaba a veces y otras animaba con un beso o una caricia en las partes nobles de sus allegados. Los caballeros, gracioelocuentemente hacían malabares con sus palabras y bolsillos, trataban de impresionar y convencerlas de salir y acabar juntos en algún hotel, lo antes posible, al menor costo. El tiempo apremiaba, lo único “nom gratum” era la escasez. El dinero se acabaría y tarde que temprano, casi siempre temprano, no habría para invitar «otra más» y el mesero acabaría echando a uno “por la borda”.
       Ellas, efectivamente bailaban, se desnudaban, sus cuerpos se contorsionaban provocativa y casi vulgarmente. Eran el centro de la atención de todas las miradas y los anhelos machoriles. Eran unas divas a las que se les ofrecían verdaderos sacrificios, y uno podía dejar ahí, en un parpadeo, el cobro de la quincena entera. Muchas de las compañeras de Fernanda se paseaban en minúsculas y reveladoras prendas de vestir, coqueteaban impunemente y se invitaban a sentar para tomarse una copa con los clientes, otras ya bailaban. Los clientes las miraban como lobos hambrientos; eran ellos, los señores trajeados y de cuellos almidonados los verdaderamente desarrapados en ese lugar, pues mostraban con más liviandad y descaro su alma. Ellas los conocían bien, no había ningún secreto, los habían engendrado y retenido en su regazo. Sabían que estaban solos y las buscaban por sexo.

       —Me río de los pobres pendejos que hay a nuestro alrededor—.
      Fernanda parecía decir esto y otras cosas al oído de un cliente. Ella lo retenía sentada en sus piernas…, sus caderas se movían lentas y acompasadas. Lo besaba en la boca, estaba un poco borracha y excitada. Tenía sueño y cerraba sus pesados parpados. Había olvidado dónde estaba y se dejó vencer.
       No escuchó el canto del gallo. Olvidó que en la ciudad el gallo no canta.
Sus ojos heridos por la luz que se colaba a través de las cortinas la despertaron. Se incorporó perezosamente. Sus ojos estaban secos. Su cerebro todavía retenía el efecto adormecedor del alcohol. Estaba sucia y escurrida…
Aún no recordaba bien quién la había abandonado ahí, a su sola suerte, en ese cuarto de hotel, pero se propuso regresar a aquel lugar, regresaría otra vez por la revancha.